sábado, 15 de enero de 2011

Guerra de adeenes

 
Madrid y Atlético dilucidaron ayer un duelo copero cuyo guión difirió sideralmente del plácido partido de la primera vuelta de la Liga pero que acabó con similar conclusión, el Madrid relamiéndose y el Atlético, como los niños a esa edad incierta, encerrado en una única pregunta: ¿por qué?
Y miren que los colchoneros, sin salir a apabullar, se encontraron con un escenario totalmente distinto al que vivieron en Liga: en tan sólo siete minutos se vieron con el marcador arriba después de una nueva jugada en la que a la defensa le ganan la espalda. El Kun, único referente de peligro arriba para los rojiblancos, se plantó solo delante de Casillas, que le derribó y se jugó la roja. Cierto que la jugada venía precedida de un fuera de juego, pero exigir tal precisión de un línea roza lo mezquino, más aún sabiendo que ante la duda no han de pitar. A modo de ligera compensación, el ángel de Móstoles se salvó de haber redondeado una jugada con tintes trágicos porque el rechace cayó en botas de Forlán que apenas tuvo que empujar hasta las mallas. Esa fue la última noticia que se tuvo del Atlético en toda la primera parte.
El Madrid no sólo no se descompuso, sino que siguió atacando fiel a un plan que recordó por momentos al equipo corajudo, metódico y brillante que se paseó por España y Europa antes de sentarse en el diván del Camp Nou. El premio no tardó en llegar, pues en el minuto 14, justo el doble del momento en el que el Atlético inauguró el marcador, Ramos se erigió imponente por encima de la defensa atlética y remachó de cabeza a las mallas un córner de Di María, espectacular, como casi siempre. Sonaban tambores de guerra y el Madrid redoblaba esfuerzos, consciente tal vez de las premuras inherentes a la competición del k.o., que como bien se sabe se rige por emociones muy distintas a las de vulgares partidos de 90 minutos.
Como no valía esperar a que la fruta cayera de madura, el partido entró en una dinámica bella y abrumadora amparada por un árbitro que disgustó a todos pero que, qué duda cabe, alimentó la fluidez del juego. Y eso, ayer, fue bueno para el Madrid.
Sin embargo, caprichos del fútbol, si el domingo se empataba sobre la bocina del descanso un partido que se había merecido perder; el aluvión de juego de los merengues durante los primeros 45 minutos de la eliminatoria concluyó con el mismo resultado en el intermedio: empate. En buena medida se debió a que ayer sí que hubo portero bajo los palos rojiblancos, tanto que Carvalho todavía se está preguntando cuánto medirán los brazos de esa araña rubia que le sacó un cabezazo perfecto y Cristiano estuvo a punto de desquiciarse porque, cuando no se le fueron los balones fuera, allí aparecía De Gea, ayer animal polimorfo, como ven.   
Con todo, por igual que fuera el resultado, es difícil intuir que hubiera bronca alguna en el vestuario local, al contrario de lo que ocurriera el domingo contra el Villarreal. En parte porque el Madrid no había tenido más pecado que la falta de puntería y enfrentarse a un portero de esos que hasta poco celebrarían los triunfos con bebidas energéticas pero que ha recibido un cursillo acelerado de bautismos de fuego como para que empecemos a llamarle con respeto. Don David. Como otro grande, por cierto.
Así y todo, aunque el Madrid no salió en la segunda parte con la convicción de la primera, entre otras cosas porque hasta los depósitos más grandes se acaban agotando, el partido empezó a verse envuelto en esa neblina que separa los diferentes adeenes de cada equipo. Pudo el Atlético adelantarse de nuevo sí, en una jugada con más polémica y escándalo que la del primer gol: mano flagrante del Kun (quién si no) al controlar un balón llovido, Ramos que se enoja con el línea, se toma la justicia por su mano y está a punto de derribarlo, el Santo que despeja con el ala derecha y el balón que cae de nuevo a Forlán. La fotocopia salió algo torcida esta vez, porque el disparo posterior del uruguayo se estrelló en el poste.
Aquel mal fario ya olía a adeene colchonero por todas partes; pero, por si quedaba alguna duda, minutos después, cuando se superaba levemente la hora de partido, Özil sacó el cartabón para colocar un balón de esos que incitan a todo defensa a pensar que ya lo sacará algún compañero. De genio, vamos. Los colchoneros siguieron el guión previsto por el alemán y, para su sorpresa, en lugar de rojiblancos al rescate aparecieron dos leones de dorsales consecutivos arrojándose en plancha en busca del premio. Marcó el de siempre.
Con el gol de Ronaldo, no es que el Madrid se tranquilizara demasiado, insisto en las peculiaridades de un torneo como éste; pero lo que sí vivió su rival fue la confirmación de su ataque de historia (con “e” también valdría). Quien viera el partido desapasionadamente, si es que eso es posible, podrá decir sin temor a equivocarse que el Atlético anheló el pitido final desde el minuto 8 de partido. En el minuto 62, con el marcador ya volteado, el deseo era ya un grito desgarrado. El árbitro, muy ladino él toda la noche, quiso aguantar no obstante el partido hasta el 90’ y fue en ese minuto crucial cuando los dos contendientes descubrieron definitivamente sus cartas encima de la mesa. El Madrid, desfondado, seguía atacando sin descanso, feliz con saberse al menos exento de cualquier culpabilidad achacable al esfuerzo. El Atlético, acurrucado atrás, esperaba un pitido que le librase de su destino, habitualmente fatídico. Ocurrió que el arma con el que había empezado disparando primero, de puro desuso durante los 80 minutos siguientes, acabó disparándose sola una segunda vez, en esta ocasión en el pie: barullo en el borde del área grande, Filipe que despeja como quien ahuyenta una avispa, Domínguez que exhibe ese colchonerismo mamado e ineludible, se cae de espaldas y le deja el balón muerto en los pies a Özil, que remata con esa frialdad alemana que a los mediterráneos se nos ha antojado siempre tan sospechosa.
Más que para sentenciar a un rival al que jamás se puede descartar, precisamente por esa imprevisibilidad tan genética suya, el tanto del alemán certificó el destino habitual de un guión que, por más que tuerza sus renglones, se repite con más frecuencia de la que desearían por la ribera del Manzanares.

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