El Madrid consiguió el pase a su
segunda final de copa en tres años ante el peor rival posible y en el escenario
más hostil que se pudiera imaginar y, pese a todo, nada de eso fue la noticia
del día. Sí lo fue la naturalidad con la que todo aquello se desarrolló.
Quien viera arrancar el partido, o
lo escuchara por la radio a la salida del trabajo de camino al bar más próximo,
supo que aquella noche no iba a ser igual que la que hace tres años se cobró un
bofetón en la cara de todos los madridistas. Solo se escuchaban nombres
merengues, en la humareda de piernas siempre acababa saliendo victoriosa una
media blanca, el vértigo se imponía al cuento. El Madrid impuso un estilo y se metió en la final por fuerza y por honor.
Era cuestión de tiempo que la
eliminatoria, salvada como se pudo en el Bernabéu, volviese a desequilibrarse a
favor del mejor de los dos comparecientes ayer en el Camp Nou. Fue, cómo no, en
un contragolpe que desnudó la charlatanería de los tiquitaquistas y dejó en la
mesa final al mejor jugador del mundo cara a cara con el hombre que exhibió su
seny hace tres años alzando la mano a la grada. El mismo, por cierto, que bautiza a sus críos con
los nombres de los rivales. Por supuesto, el combate no llegó ni a los puntos
porque a Ronaldo aquel culé de apellido Bernabéu no le duró ni un asalto.
Zancadilla, penalti y 0-1.
No se conformaron los blancos con el
resultado y la cosa que, conviene recordarlo, no era en absoluto normal, lo
pareció completamente. Tal fue la insistencia que el tema pudo quedar
finiquitad en la primera parte, aunque hubo que esperar a la segunda
para que los cardiólogos pudieran respirar tranquilos. Fue Cristiano quien
empujó a las mallas el segundo después de una galopada de Di María embellecida
con un quiebro que obligó a hincar la rodilla al capitán del ejército persa.
Que su disparo no acabara en gol fue una burla cósmica contra la que se rebeló
airadamente Ronaldo, dando de paso una lección magistral de dónde y
cuándo tiene mérito la pausa en el fútbol ante noventa mil gargantas
enmudecidas. 0-2 inapelable.
Varane, el otro gran protagonista de
la eliminatoria, no quiso quedarse atrás e igualó su duelo personal con Ronaldo
anotando el 0-3, segundo gol suyo en esta semifinal ante el eterno rival.
Guarismos calcados a los del portugués para un central apolíneo que ha
terminado de amurallar la fortaleza de Mou.
Y con la misma naturalidad con la
que el Madrid despachó al que decían mejor equipo del mundo pasó, sin pena ni
gloria, el 1-3 de Jordi Alba, ese jugador al que unos pocos meses en el club
del seny le han servido para volverse teatrero y protestón.
Todo ello, los tres goles, la eliminatoria
superada, la perspectiva de un título en el horizonte, la insignificancia del
gol contrario, fue meritorio. La naturalidad con la que se consiguió todo lo
hizo sencillamente superlativo.