sábado, 31 de julio de 2010

Qué dirán


Tuve la suerte de engancharme a la Premier durante mi escueto periplo por la Pérfida Albión, hará hoy unos cinco años. Eran los tiempos del mayor desembarco futbolístico español  que aquella isla había presenciado en toda su historia, los años de una joven promesa utrerana y un imberbe canterano azulgrana llamados a brillar de cañoneros, el momento de la forja de un Spanish Liverpool que hoy, salvo que Petón diga lo contrario, está condenado a deshacerse.
Pero también fue aquel el tiempo de la llegada de José Mourinho a un club con arcas tan repletas como amnésico de laureles. Un club, por cierto, sobre el que pendía el peor temor de los nuevos ricos, que el dinero no compra los títulos; todo ello gentileza de un italiano que, pasados sus mejores años en el Valencia, demostró plenamente su ineptitud en todo equipo que tuvo la desgracia de que algún representante se lo colocara en su camino.
Ante tal panorama, el portugués que quiso ser más que un traductor se despachó en su presentación aliviando las urgencias al magnate ruso que años después se cansaría (probablemente) de que la afición valorase más el talento de The Special One que sus interminables petrorublos.  Si con el dinero que me han puesto a disposición no gano ningún título, vino a decir, no tengo perdón de Dios. Y así, tan rápido como se habían instalado en el subconsciente blue las excusas del farsante italiano que le precedió, desaparecieron de pronto. Tras aquello se sucedieron las ligas después de décadas, las copas y la vuelta a la elite europea de un club poco acostumbrado a asomar por tan altas cotas.
Por encima de todo, Mourinho siempre demostró ser un personaje que, además de manejar con maestría inusitada la escena mediática (y, ¿qué es el fútbol hoy en día sino espectáculo?), prestaba poca atención al qué dirán. Sus equipos estaban construidos a base de músculo, sí, pero también de una solidaridad entre líneas que no sólo convirtió Stamford Bridge en un fortín inexpugnable, sino que por momentos dibujó un rodillo sobre el campo. No les falta razón a quienes recuerdan los famosos cerrojazos de Mourinho, esos que, en sus habituales alardes de sinceridad, ni el mismo niega (ya saben, los autobuses y los aviones); pero, como les digo, llevo ya unos años devorando fútbol europeo (gracias por los servicios prestados, La 2) y recuerdo un cerrojazo por cada veinte demostraciones de autoridad de los equipos de Mou. Y, si me piden que los defina de alguna manera, lo tengo claro: solidarios, compenetrados y letales. Honestamente, no despreciaría ninguna de estas tres cualidades para el nuevo Madrid. En el fondo, supongo que prefiero a un tipo que abusa de la sinceridad que a otros que no paran de rajar, eso sí, una vez fuera y con jugosos finiquitos a las espaldas. Un tipo al que el último fichaje merengue, que por pocas campanillas que parezca traer consigo contribuyó a hacer olvidar al marrullero Ballack en el Mundial, seguramente le agradará porque va a fortalecer al nuevo transatlántico que se tiene ya entre manos. Y lo hará pese a las voces discordantes, porque a Mou siempre le ha importado más bien poco el qué dirán. Bienvenido, Khedira.
R

miércoles, 28 de julio de 2010

Dar trigo


Viéndole despedirse, en una mañana veraniega y lánguida, la de ayer, como lo fue aquella noche otoñal de 1994 que él encendió y mantuvo iluminada durante 16 años, uno piensa que es ley de vida, que un día u otro tenía que llegar la despedida. Sin embargo, Raúl es desde hoy futuro del Madrid. Un día volverá con la naturalidad de quien abre la puerta de su casa, se acomoda en ella y construye su vida y la de su familia futbolística.
Han pasado goles, años de éxitos y de fracasos, compañeros y rivales, y ayer por la mañana, viendo el video de despedida que le habían preparado en el Club, creo que casi cualquier aficionado al fútbol puede recordar con precisión dónde estaba cuando hizo el ‘aguanís’ en Japón, qué hacía cuando le clavó la vaselina a tal o cual portero, cómo se le aceleró el corazón al verle correr 70 metros por una pradera parisina para devolvernos al cielo. Nos ha acompañado y le hemos acompañado durante más de la mitad de nuestra vida. Casi cada fin de semana hemos apretado los puños al escuchar por la radio el “gooooooooooool del Madrid, gooooooooool de Raúúúúúll”.
No sé si él sabía que todo esto ocurriría, pero quiero imaginar que sí. Que quizá por eso pudo dormir de camino a La Romareda, alfa y omega de su leyenda, con 17 años y a punto de debutar con el Real Madrid. Porque sentía la tranquilidad de quien sabía que estaba cumpliendo su destino y tenía la determinación de quien está dispuesto a saltar todas las barreras. Lo sabía todo. Por eso, antes de despojarse por última vez de ese escudo honrado con su sudor, hace tres meses volvió a aquel estadio para marcar el gol que no marcó hace 16 años y cerrar un círculo inigualable, una historia de superación y de amor propio, de talento exprimido hasta la última gota para cumplir el sueño de un niño de piernas arqueadas y corazón esférico.
Llegó en un momento de tribulación, como nos cuentan que lo hicieron los grandes profetas de la historia. Pero no se dedicó a predicar, sino a dar trigo. A mansalva.
GT