jueves, 16 de septiembre de 2010

En la salud y en la enfermedad



No tengo ni idea de por dónde tirarán hoy las crónicas del partido del Madrid. Sospecho que la exhibición (una más) de Mesut Özil, ese nuevo rapsoda con el que el Bernabéu se regala los ojos tras la espantada del motorista Guti, la seriedad defensiva de una zaga que ha vuelto a hacer de su capitán un espectador de excepción, o el casi hat-trick de ese goleador por quien bien debiéramos desterrar los diminutivos, ese Don Pipa con mayúsculas, serán algunos de los temas recurrentes. Puede que alguno incluso se atreva a mentar al innombrable Mou como partícipe, si no responsable, no digamos ya artífice, de un equipo ante todo serio, en breve competitivo.
Pero a mí me gustaría hoy hablar del crack de esta escuadra. Un tipo que, recién llegado en la campaña anterior, adoptó galones de capitán general y se echó el equipo a las espaldas en incontables ocasiones. Un jugador excepcional, de una casta exquisita, prototipo del futbolista total, dominador de (casi) todas las facetas del juego que se sobrepuso a algo que ni los más grandes supieron manejar durante sus primeros meses de blanco: la presión de saberse un fichaje megamillonario.
A Cristiano Ronaldo le tienen ganas. No les culpo. Es guapo, juega bien al fútbol y, encima, tiene la desfachatez de no avergonzarse de ninguna de las dos cosas. Sospecho también que el chaval no es tonto. Normal que se ensañen con él. Un Mundial mediocre y un arranque de liga con el punto de mira desafinado han bastado para desatar un terremoto en las cloacas tal que las críticas se han cebado encarnizadamente con el apolo merengue. Que si chupa (los futbolistas que son los mejores del mundo con el segundo a una distancia insalvable no, claro, nunca), que si está desquiciado, que si ya no es tan decisivo, que si Khedira le gana en los sprints.
En este invento amnésico que llamamos fútbol, pronto nos olvidamos de los valientes. El deporte en general y el fútbol en particular son igualmente dados al apedreamiento de los que, por distintos, son especiales. Nos gusta ensalzar a los héroes, sin duda, pero anida también en nosotros un truculento y oscuro placer  en forzar su caída. Ayer CR7 volvió a encelarse en su batalla particular por demostrar que no sólo juega bien, sino que también marca, que es ese futbolista decisivo que necesita todo equipo con aspiraciones a todo.
Pues bien, aquellos que con tanta virulencia se han volcado contra él deberían escribir hoy que el de ayer fue un partido sublime del luso, que no sólo creo ocasiones de gol sino que jamás cejó en su empeño por ofrecerse siempre al compañero y por habilitarlo en numerosas oportunidades. Deberían decir que no, que no es necesario que marque para que se sienta superlativo, porque ya se ha ganado el suficiente respeto de la grada y del madridismo como para que no se le juzgue por una sequía de dos, tres, cuatro o siete partidos. Deberían decir que, como en todos los matrimonios bien avenidos, y el de CR7 es un amor probado desde hace años por estos colores que tan bien le sientan, a Cristiano se le quiere en la salud y en la enfermedad, en las buenas rachas y en las malas; porque ante todo es un futbolista recto, cabal, de los que no se esconden, de los que lo intentan siempre y de los que se vacían hasta el final. Como muchos no lo dirán, sirva esta humilde tribuna para que se lea bien claro: ayer, en el partido en el que el Madrid presentó sus credenciales en Europa ante todo un tetracampeón continental, Cristiano, sin marcar, ni falta que hace, volvió a ser líder y referencia de un equipo con hambre de todo.
R

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