jueves, 21 de octubre de 2010

De habladores y conseguidores

 
Con el poso que ha dejado el visionado forzosamente diferido del tercer partido del Madrid en esta Champions 2010-11, servidor ha tenido la ocurrencia de releer algunas de las primeras líneas que poblaron este blog. Eran momentos más turbulentos, en los que la falta de puntería de los hombres de Mou reavivó viejos fantasmas de autobuses, porterías y técnicos pacatos. Por fortuna, como sucede casi siempre en el mundo del fútbol, unas pocas semanas y muchos goles después el ambiente que se respira es mucho más plácido. Ya volverán los palos.
Pero el caso es que, más allá de las goleadas ligueras previas, más allá de la imbatibilidad en Champions y la tranquilidad con la que finiquitó el Real su partido contra su más inmediato perseguidor en número de trofeos de la máxima competición continental, este equipo huele, finalmente, a equipo. 
Y todo ello en un tiempo récord. Capello pidió cien días. Pellegrini no se atrevió siquiera a poner fecha, aunque seguimos esperando a ver aquel equipo sin bandas en el que todos atacaban. Por cierto, que la IFFHS acaba de nombrar entrenador de la última década al hombre cuya falta de arrestos abrió la puerta del Madrid al chileno. Sí, sí, Wenger, el tipo al que acusaron de entrenar a un equipo de niños, el hombre al que recuerdan, no sin más maldad, que lleva un lustro sin levantar trofeos. El caso es que a Mou le han hecho falta apenas dos meses para que convertir la plantilla que le dieron en una tropa de gladiadores hambrientos. Debería tener cuidado el portugués, porque con esta clase de comportamientos se va a ganar la enemistad de exégetas del jogo bonito como el alsaciano lanzapizzas. El secreto está en la masa, Arsène. Y la de Mou es una pasta diferente.
Diferente porque, como decíamos, el Madrid no sólo liquidó al Milan por la vía rápida, no en vano la placidez en el marcador reinó desde el primer cuarto de hora, sino que dio la sensación de ser como ese luchador que no sólo tiene potencia para noquear, sino paciencia para sentarse sobre su oponente hasta que el árbitro decreta el fin del combate. Pudieron ser más y en las contras se descubrió un vértigo que, más allá de las combinaciones parsimoniosas que se estilan en otras fincas, es lo que al Bernabéu realmente le pone. Pero además se vislumbró en los jugadores una concentración que no se recordaba desde hacía años, un sentido de la anticipación y de la solidaridad en la ayuda brutales; en definitiva, una superioridad colosal. 
Decía esta semana el hombre que hizo retirar el 3 del Milán que su compenetración con sus compañeros de zaga era tal que, si hoy quedara para tomar café con Tassotti, Baresi y Costacurta, se pondrían en línea y guardando las distancias. Algo tan sencillo en el fútbol moderno (post-Sacchi, en definitiva) como que los compañeros se miren unos a otros para adaptar su posición a los movimientos defensivos y ofensivos del equipo era una quimera que pocos soñaban ver a estas alturas en Chamartín. Y eso no lo ha traído ningún rapsoda del tiqui-taca. Lo ha traído Mou.
Y lo han traído también unos jugadores que se han incrustado de manera soberbia en el planteamiento del portugués. Lo ha traído Khedira, que ayer nuevamente volvió a dar un espectacular repertorio de presión, corte, pase e incorporación al ataque. A la gente que se sigue preguntando qué venía a añadir este hombre a Lass o a Gago (no creo que nadie sitúe a Mahamadou en este debate) este plumilla les preguntaría si alguna vez vieron al francés o al argentino demostrar tantas virtudes y todas juntas. Si siguen teniendo dudas, que le pregunten a Xabi Alonso con quién juega más cómodo.
Otro alemán, Özil, ya ha puesto varias veces en pie a la grada. El martes fue tan dominante, tan imperial, que llegado un momento le sobró hasta el árbitro y se lo quitó de en medio con un empellón. El trencilla, por supuesto, no se atrevió ni a rechistar, tal es la jerarquía del turcoalemán a estas alturas.
Junto a él, Di María cuajó un partido simplemente sensacional, con la única mácula de un contraataque cinco para dos en el que obvió la incorporación por la derecha de Ronaldo para jugársela en solitario. Si los oídos pitaran cada vez que se acuerdan para mal de uno, seguro que Mou convirtió en ese momento las orejas de Di María en una estación de trenes en hora punta. Pero, al margen de su mayor o menor fortuna de cara al gol, su entrega durante 70 minutos fue inconmensurable, y su apoyo a la zaga, capitaneada de nuevo magistralmente por la dupla portuguesa de Carvalho y Pepe, encomiable.
Dejo para el final a la  gran revelación de esta temporada, un hombre que no es un fichaje estrictamente hablando, pero que se parece tan poco al que integró las plantillas de los años anteriores que bien podría considerarse una incorporación más. El martes Marcelo volvió a ser un puñal por la banda izquierda y un baluarte defensivo más cuando el Milan osó intentar desperezarse. Lo de este chico es tan impresionante que la mirada se me vuelve a escapar al banquillo. Será fijación, lo mío.
Por cierto, los goles los marcaron Cristiano y Özil. El primero, después de que Seedorf hiciera honor a su pasado merengue y se abriera en una barrera; y el segundo después de un rechace en la espalda de un defensa. Vayan mis disculpas si alguien se ofende por este atentado a la pirámide invertida, pero con el desapasionamiento que permite ver un partido en diferido, sinceramente es más que cabal defender que los goles fueron meras anécdotas. Lo importante fue que el martes jugó un equipo. Un señor equipo.


Foto: Elisa Estrada

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