Tanto coqueteó anoche el Madrid con el abismo que
la impresión generalizada tras el empate a un gol con el que se saldó el
primero de los tres clásicos que se avecinan fue que los merengues no solo
salieron con vida sino hasta algo espoleados. No solo porque el equipo tuviera
bajas, muchas y muy importantes en puestos determinantes; sino porque, por
poner un ejemplo, el equipo pasaría a la siguiente ronda con repetir en el Camp
Nou el resultado que logró el Málaga en la ronda anterior o, por citar algo más
cercano a Chamartín, el que logró el propio Madrid en la edición del año
pasado. Y no es poca cosecha.
Porque, con la delantera mermada –ni Higuaín ni
Benzemá están siquiera cerca e su mejor nivel– sin Di María, un puñal que ayer
hubiera podido meter en más de un problema a un Jordi Alba tan eficiente en
ataque como coladero en defensa, y sin los dos centrales titulares, que el
Barça se adelantara en la segunda parte después de un afortunado (o
desafortunado, según se mire) rechazo hizo parecer que el suelo se abría bajo
los pies del equipo blanco. A ello se sumó, además, que ni Khedira ni Xabi
tuvieron su noche, que Mourinho estuvo lento dando entrada a Modric y salida a
un Callejón que no justificó su titularidad, además de demasiado atrevido
dejando a Carvalho sobre el césped después de una amonestación y varias pifias,
y un Cristiano intermitente cuyos destellos el Barça no se cortó en apagar con
marrullerías toleradas por un árbitro que, para variar, maleó los raseros como
le vino en gana.
En medio del caos el Madrid se sostuvo por la
actuación imperial (otra) de Özil, pero por detrás de él emergió la figura aún
más colosal (por inesperada, por esperable) de Raphael Varane. El central
francés jugó su primer clásico con solo 19 años, casi dos después de haber
llegado al primer equipo. Jugó cuando estuvo preparado, nadie le quemó antes, y
gracias a eso ayer pudo desplegar la mejor actuación de su vida ante el mejor
rival posible. Mourinho, claro, nada que ver.
Más allá de su gol redentor, que sofocó el incendio
incipiente en la sala de máquinas merengue y devolvió el pulso a la
eliminatoria, el joven defensa merengue dio una exhibición en la retaguardia,
recuperando metros en carreras imposibles, demostrando una precisión quirúrgica
al corte, y salvando el pellejo de otros compañeros en errores garrafales como
la cesión de Carvalho al portero en la primera parte que no acabó en gol porque
no lo quiso la providencia. Y la providencia ayer se llamaba Raphael, que tuvo
la fe suficiente como para correr veinte metros para ejercer de portero sin
manos y despejar un balón que había rebasado ya al guardameta.
Fue, sin duda, la mejor noticia de un día en el que
los focos se situaban un poco más atrás, en la portería. Jugó Diego López y se escuchó
un runrún, justo lo mismo que hubiera sucedido su Mourinho hubiera perpetuado
su apuesta por Adán. Probablemente se equivocó no dándole la alternativa
definitiva después de la confianza reiterada en él durante toda la temporada.
Lo cual no quita para que Diego López, sobrio y hasta salvador en alguna
ocasión, probablemente esté mejor que él ahora mismo. Lo cual no contradice en
absoluto que Adán estuviera mejor que Casillas cuando el técnico –y no los
periodistas– lo decidió.
Sea como fuere, la noticia no fue ayer ni Diego ni Adán, sino
Raphael. Suyo es el futuro del Madrid y gracias
a él el Madrid sigue teniendo el presente muy vivo. Los precedentes no
invitan al desaliento. Y nada más propio de esta institución inasequible al
desaliento aferrarse a la vida antes de invocar la épica.
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