Pasó la semana entre rumores
de banquillo para Cristiano Ronaldo después de su cacareada bronca con Mou
al término del partido de ida de los cuartos de final de la Copa del Rey. Sorpresón, por cierto, que se filtre un encontronazo en el vestuario. Y se
habló poco de fútbol a pesar de que el Madrid empezó a mostrar signos de
recuperación ya en aquel partido.
Lo que sucedió ayer en Mestalla
confirma que el equipo sigue en la línea de mejora apuntada en Copa y recuerda que,
aunque la Liga tal vez esté perdida, la clase sigue fluyendo por las venas de
este equipo. Clase y pegada mortal, porque el bofetón de realidad que le soltó
el Madrid a su adversario, cinco goles en cuarenta y cinco minutos, es una estadística
irrefutable que solo palidece ante la hipótesis de la paliza histórica que pudo haber sido.
Porque el Madrid se adelantó pronto,
antes de los diez minutos; pero lo hizo después de que el autor del primer gol
perdonase otra ocasión mucho más clara instantes antes. A la segunda no hubo piedad, y un contragolpe lanzado por Özil y Di María acabó con un remate
preciso del Pipa Higuaín que desequilibró el marcador y pintó de piedra a Diego
Alves. De toda aquella ecuación sobresale el nombre de Di María, uno de esos
que no estaban y que pueden ser cruciales si deciden volver a estar. El Fideo
se despachó a gusto contra sus críticos con un partido en el que hizo de todo:
correr, marcar y asistir. Lo primero había empezado a hacerlo últimamente, pero
como en lo segundo y lo tercero empiece a haber continuidad, este Madrid será
temible.
A la fiesta se pudo sumar Khedira,
de nuevo superlativo en su faceta box-to-box, pero el tremendo desequilibrio
entre sus descomunales cualidades tácticas y físicas y su limitadísimo
repertorio de remate le volvió a cerrar la puerta grande. Como dice un amigo
mío, si a este chico le ponen a ensayar disparos una hora después de todos los
entrenamientos, le hacen balón de oro. Y no es ninguna exageración.
El que sí estuvo en la fiesta fue el
capitán in péctore del equipo, CR7, un ciclón agradecido por la decisión de
Valverde de ponerle a lidiar con Diego Alves en lugar de Guaita. De sus botas
nació la asistencia del segundo gol, con la que
puso el balón a escasos centímetros de la raya a Di María y la cadera a varios
metros de su sitio natural a Ricardo Costa. El tercero y el cuarto también
llevaron la firma del portugués: uno, un órdago de velocidad que ningún defensa
fue capaz de ver y que liquidó con un zapatazo al palo corto que Diego Alves no
supo defender, y otro después de una vertiginosa jugada de toque en la que Di
María empala un centro por la banda que Özil dulcifica con el tacón y el
portugués remacha sin contemplaciones. Aun se plantaría solo el argentino una
vez más delante de la portería de Diego Alves para redondear su gran noche,
justo antes del descanso.
Y después, poco más. Valverde acertó
al reconocer que el Madrid había perdonado lo que podía haber sido un castigo
mayúsculo y la afición ché, que abandonó en masa el estadio hasta dejarlo casi
vacío hacia el final del encuentro, no tuvo ni el clavo ardiendo del arbitraje
para mascar una derrota sin paliativos. Lo peor para el Madrid, el escozor con
el que puede acudir el equipo valencianista a la vuelta de la Copa del Rey. Lo
mejor, sin duda, que se sigue con la progresión que acerca el recuerdo al
equipo demoledor de la Liga de los cien puntos. No es momento ni de lamentarse
por la pésima primera vuelta ni de fantasear con hazañas imposibles. Pero a
este nivel, puede que baste el trabajo para que la temporada se acabe
escribiendo en términos épicos.
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